La historia de Laberinto Patagonia: intuición, símbolos y un sendero compartido
El inicio no fue un punto. Fue una curva.
Un movimiento suave, intuitivo, como los primeros pasos dentro de un laberinto que aún no existe… pero ya está vivo.
Esta es la historia de un sueño profundo, una certeza silenciosa que apareció sin aviso, como si siempre hubiera estado ahí.
Durante un año entero, el diseño de Laberinto Patagonia fue creciendo entre madrugadas, intuiciones y libros abiertos.
Filosofía, geometría sagrada, kabbalah, mitología.
El trazo final no solo respondía a la tierra: respondía a algo interior.
Fue en un momento de duda, podando sin saber si el proyecto llegaría a florecer, que una señal ancestral apareció en el lugar menos esperado: un hacha de obsidiana, idéntica a las del laberinto de Creta, exhibida en el museo de Leleque.
Una pieza tehuelche —la labrys— que revelaba que el símbolo del laberinto también vivía aquí, en la Patagonia.
Y que el viaje interior que propone no es solo griego ni europeo: es humano, universal.
Desde entonces, cada curva del recorrido se volvió compromiso.
No solo con la tierra, sino con quienes algún día lo transitarían.
Porque un laberinto es una invitación.
A jugar, a buscar, a detenerse, a renacer.
A mirar hacia adentro.
Hoy, Laberinto Patagonia es el laberinto natural más grande de Sudamérica, pero también es mucho más que eso: es un espacio construido en familia, desde el amor por la naturaleza y el deseo de compartir una experiencia que trascienda lo turístico.
Una propuesta viva, sensible y abierta a quien quiera caminarla.
Como decía el I Ching: la perseverancia trae ventura.